viernes, 18 de octubre de 2013

Aquel Miércoles Santo

Cuando suena el despertador un MIERCOLES SANTO...

Llevas esperando este día desde que tienes conciencia. Hoy te has levantado temprano, impaciente, con los nervios de saber que ha llegado el momento. Ya no tienes que seguir imaginando como será. Lo estás viviendo. Acompañas a tu padre a la Iglesia para asistir a la misa de la mañana. Los pasos están en su sitio, donde siempre los has visto, cada Miércoles Santo, desde que no sabías ni andar. Pero hoy es distinto. Hoy sabes que acompañarás a tu Cristo y a tu Virgen, sabes que vestirás la túnica negra y el esparto amarillo, y que, como antes hicieron los que durante años te precedieron, harás estación de penitencia a la Catedral siguiendo al Cristo de Burgos muerto en la Cruz e iluminando la mirada al cielo de su Madre.
En la iglesia, tras la Misa, has vuelto a observar a tu padre, para comprobar cómo, un año mas, su cara transmitía la felicidad de volver a ver a sus amigos en la mañana de este Miércoles, de encontrar de nuevo a sus hermanos, de abrazarse con ellos como si hiciera mucho tiempo que no se ven –aunque es verdad que algunos solo los ve ese día- y desearse una buena estación de penitencia, y te sientes parte de esta tradición aunque aún no tengas muchos amigos a los que saludar, pero bueno –piensas-, nada más tienes diez años y algún día…
Una mezcla de orgullo y vergüenza ha inundado tu cara cuando los amigos de tu padre, al contarles éste que hoy será tu primera vez, te han felicitado y- también hoy a ti-, te han deseado que tengas una buena estación de penitencia.
La verdad es que, pensando en ello, te da un poquito de miedo. Tu padre te ha explicado que, aunque ahora llevaras antifaz, capirote y un cirio, es el mismo recorrido que antes, y que, durante generaciones, cientos, miles de hermanos, han hecho eso mismo, asi que tú, que tantas ganas tienes, no vas a ser menos. Y desde luego, no, eso sí que no lo vas a consentir. Tú vas a ser el mejor nazareno de todos, guardando un orden y compostura que no ha sido necesario enseñarte, que te dictan tus instintos, tu sangre y tu memoria. Pero sigues teniendo un poquito de miedo.
Ha llegado la hora, en casa, de vestir la túnica que tanto ansías, de enfundarte por primera vez, con derecho propio, el hábito negro, de apretarte muy fuerte el esparto amarillo y colocarte sobre el pecho la medalla que, desde que alguien la puso en tu cuna, siempre te ha acompañado. Todas las túnicas están planchadas y colgadas juntas, tu abuelo –como años antes hizo con tu padre, con tío, con tu hermana- te ha llamado en primer lugar para ponerte la tuya, mientras tu padre mira, sabiendo que ese momento es vuestro y que al mismo tiempo que te viste, sin necesidad de explicar como se hace, te transmite la sabiduría de generaciones de nazarenos. Mientras, muy bajito, te va diciendo lo orgulloso que está de que salgas de nazareno, y de que, como él ya no podrá salir el año que viene- me he esforzado este año sólo para darte la alternativa, dice- se asegure la continuidad de la familia. El te acaricia la cara y tú le das un beso, y ninguno de los dos olvidareis nunca este momento. Después, siguiendo esa misma tradición no escrita, han ido vistiéndose todos, ayudándose unos a otros, bajo la atenta mirada del abuelo y la ayuda inestimable de la abuela, siempre solícita a planchar un pañuelo o coger un imperdible a última hora. Para ella – que este año también sea ha preocupado de prepararte la túnica, como a todos los demás, ha sido tu ultimo beso antes de salir a la calle, y en su mirada has adivinado la felicidad de veros a partir de todos, tras el abuelo, como un pequeño tramo, camino de la iglesia.
Camináis juntos, en diferentes formaciones dependiendo de la estrechez de la calle y de los naranjos que con sus ramas os impiden el paso, sin hablaros, sabiendo que todo ha comenzado. Ahora, tu padre va detrás de ti, y sin necesidad de preguntarte sabe lo que vas pensando y hasta lo que vas sintiendo, porque recuerda cuando, hace ya muchos años, el era ese niño vestido de nazareno por primera vez que caminaba, entre vacilante y orgulloso, delante de su padre, sin atreverse a darle la mano pero deseando sentir esa presencia cercana que ahuyentase sus temores, que le orientase en sus movimientos con sus pasos firmes y guiase su comportamiento. Desde detrás de su antifaz te mire y sonríe, mientras su cuerpo entero se estremece pensando que la sangre de su sangre continuará el camino que otros iniciaron.
Ya has llegado a la Iglesia. Siguiendo a los mayores, os habéis dirigido hacia la delantera de los pasos, y cada uno ha rezado en silencio antes los Titulares. Además de otras cosas que quedan entre Ellos y tú, les has pedido que te ayuden a terminar la estación de penitencia, y después te has dirigido hacia el lugar de ese cirio blanco- todavía de los pequeños- que te acompañara y dará luz a Madre de Dios de la Palma hasta que vuelvas a San Pedro.
Un tenor canta algo que, aunque no entiendes, te llena de emoción, mientras los nazarenos van saliendo de la Iglesia, lentos, serenos, sin mirar atrás. Sientes que estás haciendo- por primera vez que pero no por última- lo mismo que, por muchos años, otros han hecho ya, en el mismo sitio, con la misma túnica, con los mimos cirios y la misma emoción. Te acompañan todos los que, durante siglos, han sido nazarenos del Cristo de Burgos. Sales a la calle, y el sol deslumbra tu mirada, confundiéndose con una lágrima que, tan pura como tú, humedece el interior del antifaz…


                                              http://franciscogranadopatero35.blogspot.com.es/


                                               http://www.arrakis.es/~nautylus/cburgos.htm

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